Hemos hablado alguna vez de algunos curiosos mecanismos que mueven a la opinión pública española. Alguna vez tratamos el “nivel satisfactorio de enfado” y hoy vamos a detenernos en la “predicción necesaria del contrario”. Si el primer concepto era esa cantidad de cabreo medido que uno busca en las opiniones que no comparte, ahora hablaremos de las suposiciones que uno tiene que hacer sobre la intención de los demás para justificar sus argumentos, a menudo pobres. Chapoteamos en un argumentario de estribillo fácil. Repetimos ideas de tertulianos. Nos interesa poco profundizar en debates para los que no tenemos tiempo. En este panorama de pobreza intelectual, necesitamos justificar nuestra creencia y lo hacemos señalando al que piensa de modo diferente. Lo ridiculizamos y buscamos el coro del grupo de palmeros de turno. Estoy convencido de que frases como “no quiero ni pensar qué pasaría si esto sucediera al revés” o “seguro que hay alguno que ya va diciendo por ahí” les suenan familiares. De hecho, tenemos la curiosa capacidad de formular el pensamiento del contrario antes incluso de escucharlo. Somos adivinos y solemos acertar porque, al igual que Rajoy, somos previsibles. La previsibilidad es un valor aburrido y malicioso que en política suele jugar malas pasadas. No entiendo cómo se puede alardear de semejante majadería. Lo cierto es que ante un hecho concreto que nos saca de nuestras casillas, andamos necesitados de carnaza, de alguien que lo apoye para sacrificarlo en el altar de nuestra ira. Esta actitud ciega la empatía y la posibilidad de un diálogo constructivo. Además, consigue que nos situemos en el extremo del debate, donde ni se escucha ni se piensa ni se razona. Seguro que hay algún tonto por ahí que dice o piensa que no.
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