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Hay una alfombra roja en Zaragoza que empieza en el cruce de la Gran Vía con la plaza Paraíso, donde el cierzo ejecuta algunos días su doble mortal con tirabuzón. La alfombra roja no llega ya a Independencia porque no puede bifurcarse, es algo impropio de las alfombras elegantes, algo que sólo hacen las moquetas de hoteles de la Manga del Mar Menor. Independencia es un apeadero de cercanías con ínfulas de estación y ya no admite ciertos lujos. La alfombra roja de Zaragoza termina en la plaza de san Francisco, justo delante del pequeño estanque que hay bajo la escultura de Fernando el Católico. Por la alfombra roja transitan a diario para ver y ser vistas las especies autóctonas más variadas: políticos, profesores de universidad, directores de periódico, estudiantes, abogados, Justicias de Aragón, policías secretos, frikis, estudiantes, exfutbolistas, empleados de banca prejubilados y muchos otros. Solo hay que sentarse y mirar. Es un espectáculo. El decorado a izquierda y derecha mantiene todavía alguna singularidad frente a la franquicia social que se va comiendo a un ritmo constante la identidad de las ciudades. A un lado de la alfombra, como esas cintas mecánicas planas de aeropuerto, el carril bici ofrece otro ritmo, otra velocidad a los que no pisan moqueta. La alfombra roja tiene buena sombra, un ornato caprichoso, juegos de niños a dos palmos de la muerte y unas tortugas de piedra dormidas que, de vez en cuando, echan agua. Saluden al pasar.

20 comentarios en «La alfombra roja»

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