Una famosa bombonería del centro de la ciudad anuncia que cierra por jubilación. Nos lamentamos, hacemos fotos, compramos trufas para congelar. Dicen que la dueña está triste y que no quiere traspasar el negocio por pena. Me imagino el mismo problema en algunos negocios de otros lugares como Barcelona, San Sebastián, Valencia, Madrid. En esas ciudades suele aparecer un empresario o algún cargo público que le pregunta con educación a la propietaria: ¿cuánto cuesta su pena, señora? Y aquello se arregla de la mejor manera. La ciudad no pierde, el negocio sigue, todos ganan y el patrimonio comercial no se desintegra en espera de que una tienda de telefonía ocupe el local. Es fácil hablar, es sencillo quejarse en las redes sociales, congelar la culpa con la trufa y no hacer nada más. El resultado siempre será el mismo: tenemos lo que nos merecemos. Ya repetimos la escena de quejas sociales e inacción con el cine convertido en franquicia de hamburguesas. Es el signo de los tiempos. Cambiar las cosas exige algo más: movimiento, convicción, pertenencia, lucha y amor por lo propio. Pasa lo mismo con los chiringuitos del Parque Grande. Cuatro quejas y después iremos a cenar ahí cuando nos toque. Se ha puesto de moda invocar al tiburón como si fuera el culpable de todo, pero el tiburón se come lo que cae al agua, devora aquello que tiene dificultades para mantenerse a flote y, al igual que el buitre, cumple su papel en la cadena trófica.
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