Me subieron a jugar con los mayores a Liga Nacional. Nadie llevaba el dorsal diez y me lo dejaron a mí. Nada más salir, en un rebote, me vino el balón botando, le pegué y entró tocando la red de arriba. También metí uno de empujar. Al acabar el partido, Carlos, el delegado, me dijo: “has metido el gol número cien. Eso lleva premio”. Me subió a su coche con Joaquín, el entrenador, y se me llevaron sin dar explicaciones. Puso la música a tope. Unos tipos que parecían de Aragón cantaban algo sobre el cerdo, la magra y el vino y Carlos acompañaba aquel canto mágico a voz en grito y giraba el volante al compás. Cuando la canción decía “dame magra y vino, me debilito”, los dos fingían un leve desmayo. Era una locura muy divertida y yo, con mis diecisiete años, solo podía mirar. Me llevaron al Jauja. Miraron al camarero con un gesto de complicidad y gritaron “¡magra!”, como una contraseña secreta. “¿Cómo la quiere el chaval? ¿Pasadica por la sartén o sin pasar? Pasadica, ya que estamos”, respondí. El lunes me fui a la Biblioteca de Aragón a investigar. No había internet –qué mal suena esto- y me costó un rato dar con un disco de Ixo Rai! Me lo llevé prestado y me lo escuché varias veces. Hice lo mismo con todos. Lo llaman música de pueblo, para saltar en las fiestas y desinhibirse. Yo lo llamo música culta, que sirve para todo lo anterior y también para saber un poco mejor quién eres y de dónde vienes. Una música que arriesga en fondo y forma y que conecta con la identidad. Viva Ixo Rai!
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