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Observo a los niños cuando cambian cromos. Ten, ten, ten, ten, fal. Otros dicen sile, nole o incluso, tengui y falti. Eso va por barrios. Miran el taco del otro con cierto escepticismo y no pierden la esperanza de que entre tanta imagen conocida surja, como una lagartija en una brecha de la pared, un cromo que falta. Si eso ocurre, comienza la negociación. Los niños son inteligentes y casi siempre llegan a acuerdos. A veces, necesitan la ayuda de algún intermediario o de un regulador, pero la colección sigue creciendo.

Pienso que los adultos funcionamos de un modo parecido con nuestras convicciones, argumentos e ideas. El problema es que vamos a lugares donde deberíamos cambiar los cromos de nuestras certezas con la idea equivocada de que hemos terminado la colección. Mostramos el taco aburrido de argumentos repetidos, un ladrillo que nos cansa a nosotros mismos y al que ya nos da pereza hasta quitarle la goma. Llevamos ideas antiguas que adoptamos en la adolescencia y a las que no les hemos dado salida ni profundidad. Perdemos el interés por mostrar con orden y limpieza nuestros cromos y también perdemos la capacidad de mirar sin prejuicio lo que nos enseñan los demás. Cuando alguien cercano va a cambiar cromos en sitios nuevos, regresa con el taco de argumentos renovado y, a veces, el intercambio se anima y alguien se lleva algo nuevo para el viejo álbum de casa. Rechazar ocho ideas, aceptar una. Ese puede ser un intercambio razonable. De lo contrario, tendremos en casa un polvoriento e inútil álbum de prejuicios.

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