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Se ha muerto un artista. Recuerden su arte. Ha muerto una persona ejemplar, recuerden su vida. La peluquería Mariví de Móstoles despide oficialmente a Maradona. Un desalmado con seudónimo cobarde hace chistes sobre alguna debilidad del fallecido. Un grupo numeroso lo alaba. Otro grupo lo critica y un tercero se queja de que se hable tanto del asunto. Después, aparece algún pesado como el autor de esta columna que comenta y analiza todo el ciclo. Nunca el silencio aportó tanto. Nunca fue tan complicado cerrar la bocaza. Nunca se dijo menos con tanta palabra. El yo emerge como afirmación de la necesidad comunicativa y de la lucha a vida o muerte contra la soledad. Un muerto es una oportunidad para que mostremos nuestras fotos con él, para que contemos nuestra anécdota, para que, a fin de cuentas, se hable de nosotros. Mirad cuántos me gustas conseguí con el fallecimiento de Maradona. La muerte del perro se convirtió ya hace tiempo en un género con entidad propia en la red social. Un besamanos sentimental de la evidencia. El tabú de la muerte y el silenciado afán de trascendencia del ser humano se asoman por la puerta en momentos como estos de un modo patético y cursi: “que la tierra te sea leve”, “allá donde estés”, “prepara una buena fiesta”, “espéranos”, “camina por las nubes” son algunas de las frases que se escriben para quedar bien con los vivos que las leen. La coherencia termina ahí. La contradicción es muy humana y en los genios se nota más.

 

 

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