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No podemos pedirles a las autoridades policiales y a los medios de comunicación que tengan más de sensibilidad al utilizar los apodos de criminales y asesinos porque es parte del juego y existe una larga tradición. Cualquiera que se asome a la sección de sucesos de un diario de finales del siglo diecinueve y principios del veinte lo entenderá. En 1888, el crimen de la calle Fuencarral, con el Pollo Varela como protagonista, fue un espectáculo nacional con figuras como Galdós ensayando la crónica policial. Hubo películas y adaptaciones para televisión unas décadas más tarde y aquello marcó un modo de contar y de informar. No podemos pedirles a las autoridades y a los medios de comunicación que piensen en las víctimas. No podemos pedirles que entiendan que no debe ser agradable que el verdugo de tu padre, de tu hija o de tu hermana aparezca en la televisión con un cierto aire de misterio y como parte de un espectáculo público sobre el que todo el mundo opina. No sé qué pensarán las víctimas cuando escuchen la naturalidad con la que se habla de asesinos como si fueran futbolistas argentinos: el Cuco, el Chicle, el Rey del Cachopo, Igor el ruso o Diente Puto. Pasa en todos los países del mundo y ocurre desde siempre. Mi favorito es un delincuente de san Miguel de Allende en México, flaco y algo encorvado, que fue detenido hace unos meses y respondía al apodo de Terodáctilo bebé. Así que no podemos pedir que un señor con aparentes problemas mentales, que come en los restaurantes sin pagar, tenga estos días también su mote y su cuota de bufón entretenedor. Es mucho pedir.

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