Había una vez una cigarrera y una hormigonera que vivían en Zaragoza. La cigarrera vendía cigarros de estraperlo, no se abrigaba mucho y estaba siempre en la calle hablando con la gente y pasándolo bien. La hormigonera se dedicaba a cosas más serias. Hacía calles, construía urbanizaciones de protección oficial y se dejaba la piel en las obras del Plan E y del nuevo tranvía. La cigarrera se reía de la hormigonera, de su cisterna azul y blanca como los pantalones de Obélix. La hormigonera le decía a la cigarrera que espabilara, que venía la crisis y que no se podía estar toda la vida haciendo trapicheos, que el siglo veintiuno había llegado ya. Pasaron los años y un día, unos señores de negro acusaron a la cigarrera de contrabando y pidieron para ella dos años de cárcel. Ella dijo que ya estaba mayor para esos trotes, que llevaba cincuenta y seis años vendiendo cigarros en el mismo sitio y que a buenas horas venían. La hormigonera se rió de ella y le dijo que ya se lo había avisado. Pasó aún más tiempo y la hormigonera se quedó sin trabajo. No había calles que asfaltar, ni casas que hacer ni nada de nada. Entonces la hormigonera se acordó se su amiga la cigarrera y fue a buscarla a su calle, al tubo, para pedirle algo de comer. Pero cuando llegó, la cigarrera ya no estaba allí.
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