Califica este artículo.
[Total: 0 Average: 0]

 Había una vez una cigarrera y una hormigonera que vivían en Zaragoza. La cigarrera vendía cigarros de estraperlo, no se abrigaba mucho y estaba siempre en la calle hablando con la gente y pasándolo bien. La hormigonera se dedicaba a cosas más serias. Hacía calles, construía urbanizaciones de protección oficial y se dejaba la piel en las obras del Plan E y del nuevo tranvía. La cigarrera se reía de la hormigonera, de su cisterna azul y blanca como los pantalones de Obélix. La hormigonera le decía a la cigarrera que espabilara, que venía la crisis y que no se podía estar toda la vida haciendo trapicheos, que el siglo veintiuno había llegado ya. Pasaron los años y un día, unos señores de negro acusaron a la cigarrera de contrabando y pidieron para ella dos años de cárcel. Ella dijo que ya estaba mayor para esos trotes,  que llevaba cincuenta y seis años vendiendo cigarros en el mismo sitio y que a buenas horas venían. La hormigonera se rió de ella y le dijo que ya se lo había avisado. Pasó aún más tiempo y la hormigonera se quedó sin trabajo. No había calles que asfaltar, ni casas que hacer ni nada de nada. Entonces la hormigonera se acordó se su amiga la cigarrera y fue a buscarla a su calle, al tubo, para pedirle algo de comer. Pero cuando llegó, la cigarrera ya no estaba allí.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *