Nunca entenderé por qué muchos hombres llevan camisas rosas. Tampoco entenderé por qué esas camisas les gustan más si tienen un caballo, un cocodrilo o ciertas banderitas cosidas a la altura de la teta. No entiendo qué tienen los polos de La Martina, tan llenos de letras enormes y tan caros. No entiendo qué motivación tiene un tipo de Alcorcón para llevar una prenda de un equipo de polo argentino. No soy capaz de entender por qué los zapatos náuticos sin calcetines quedan bien, por qué hay que estar moreno y por qué el negro es un color que nunca debe llevar un hombre. Un hombre pijo, se entiende. Pero, no nos engañemos, tampoco entiendo a los rastas, ni a los que llevan una cresta rosa o los pantalones cagaos enseñando todo el calzoncillo. En resumen, que no entiendo a nadie más que a mí en el aspecto estético. Quizá eso le pase a todo el mundo.
Lo que sí que me parece intolerable, es decir, indigno de tolerancia, es que alguno de estos grupos de los que les hablaba -me temo que el primero- esté absolutamente convencidos de que su opción estética es la mejor y de que todo el mundo acabará recalando en ella si quiere “pasar por el aro” de lo que pide la sociedad. También es vergonzoso que muchos de los que pertenecen al primer grupo quieran demostrar con sus caballos y cocodrilos cosidos a sus prendas que tienen más dinero que el resto. En el fondo, son una tribu urbana como otra cualquiera y demuestran con su cursi atuendo una preocupante falta de personalidad y una necesidad enorme de aceptación y de pertenencia al grupo.