Este sábado, mi sobrino Juan hace la Primera Comunión. Él intuye que se acerca un momento importante en su vida. Tiene que empezar a elegir. La sociedad de consumo y la lógica ilusión de su familia le proponen el verbo tener con unos cuantos regalos, fiestas y demás. Sus padres, en cambio, están preocupados por que prevalezca el verbo ser. Las comuniones traen una carga de obsequios que pueden difuminar el acto religioso que hay detrás y todo lo que supone. Juan, casi sin quererlo, se encuentra ante la primera elección importante en su vida entre ser y tener. El ser puede someter al tener y ordenarlo en su justa medida. El tener, en cambio, puede determinar al ser, cambiarlo y convertirlo en algo diferente.
Como todos los padres del mundo, los de Juan le están dando a su hijo una herencia anticipada. Le han dado un nombre, unas costumbres, una forma delicada de hablar y una sonrisa llena de paz y alegría. Cuando ya no estén, le dejarán también una herencia material. Quizá una casa, dinero, recuerdos… Casi sin darse cuenta, Juan se va preguntando ¿quién soy yo? ¿Quiénes somos nosotros? Sus padres le responden con sus actos día a día: “tratamos de ser buena gente. Nos encanta ir en bicicleta. Tenemos una idea de la vida e intentamos ser coherentes con ella. Nos gusta la belleza, la música y pensar. Decoramos la casa con detalle. Nos fascina el color blanco…” Pero lo bueno viene después: con toda esta herencia –material e inmaterial- Juan hará lo que le dé la gana porque tiene el don más preciado del ser humano, la libertad. Quizá venda esa casa, quizá la conserve. Quizá la decore con gusto o, por el contrario, decida pintar las paredes de rosa. Mientras tanto, Juan disfruta de los mejores regalos que le pueden dar sus padres: el cariño y la identidad.
Publicada en Heraldo el 12 de mayo de 2011