La puesta en marcha del Tranvía en Zaragoza me da pena. Es una muestra excelente del bajo tono político y ciudadano que hemos tenido durante toda la legislatura. En primer lugar, el “nuevo” medio de transporte deja en evidencia al equipo de gobierno en varios aspectos: el coste del proyecto en tiempos de crisis y la oscuridad que le rodea, el grave problema que supone un único carril para coches en Gran Vía y Fernando el Católico y sus dudosas soluciones, la inexistente prevención de la siniestralidad que trae el tranvía -miren a Valencia con cien accidentes y diez muertos en dieciséis años-, la compra de opinión con publicidad en todos los medios, el reclamo electoralista de palo y zanahoria con la gratuidad del transporte antes de las elecciones y, por último, el argumento que repiten los más viejos y ante el que no encuentro respuestas convincentes: “ya hubo tranvía y lo quitaron. ¿Para qué lo vuelven a poner? ¿Para quitarlo otra vez?”. Bajo tono político también en la oposición que ha utilizado el papel de fumar para tratar el asunto. Tibieza, cobardía, hechos consumados y a tragar. No ha habido valor para alinearse en contra. No ha habido voces en la política local que respaldaran a la ciudadanía, ni siquiera después de aquella encuesta de Ebrópolis -empresa pública presidida por un tal Juan Alberto- que decía que más de la mitad de los zaragozanos estaban en contra del tranvía. Ante este panorama, los intentos ciudadanos por manifestarse contra el proyecto se han ahogado pronto mientras muchos acudían a ver la maqueta del tranvía en la plaza de España como moscas a la miel. Y para colmo, ahora quieren meterlo por Independencia cuando nos habían vendido que este paseo era un salón de la ciudad orientado a los peatones. Llévense el tranvía por otro lado, por favor.
Publicada con algo de maquillaje en Heraldo de Aragón el 17 de febrero de 2011