Entré en Panishop

Entré en Panishop tarareando una cancioncilla infantil.

-¿Qué desea?

-A usted, por ejemplo.

-¿Perdone?

-Quiero saladitos. Muchos saladitos. Quizá, todos los que tenga.

-De acuerdo.

-Los saladitos son el principio del fin. Son los culpables de la decadencia de Occidente.

-¿Por qué dice eso?

-Porque no saben a nada. Son masa rellena de no se sabe qué. Los saladitos son veneno. Son inercias y despedidas.

La chica no contestó más. Llenó las bandejas en silencio.

-Los saladitos saben a lágrima. Engordan. Son rutina, son «habrá que llevar algo». Además, tienen un nombre infame. ¿Se imagina usted que los pasteles se llamaran «dulcecitos»?

La dependienta se parapetó tras su visera. Pagué en monedas de diez céntimos.

Salí de Panishop pensando que la venganza se sirve en bandeja de cartón brillante.