Hay profesores que se ganan el nombre de maestro y los hay que merecen el apelativo de profesaurio. El primero seduce, el segundo amenaza. Uno enseña, el otro castiga. El maestro cambia, crece, se renueva. El profesaurio se fotocopia año tras año y va perdiendo color. Observar la realidad de estos días me lleva con frecuencia a recordar a mi maestro don José María, una persona que me enseñó unas cuantas cosas, entre ellas, a pedir perdón. Además, me mostró claramente la idea de que transmitir un mensaje puede ser divertido y creativo y que no es obligatorio repetir lo que hacen los demás. La frase absurda o fuera de contexto, la pregunta al aire y el toque de humor eran algunas de las armas de mi maestro. Ahora lo entiendo. Don José María apelaba a la inteligencia y a la individualidad de cada uno con esas expresiones. Entre otras cosas, nos invitaba a dejar de estudiar y a marcharnos al Cabezo con unos ganchitos y una cantimplora a echar la tarde. También nos comparaba con ratoncitos pequeños, alegres y tiernos que acabarían convirtiéndose en sucias ratas.
Cuando llegué a la universidad, también me acordé de mi maestro cuando me encontré rodeado de quinientas personas copiando lo que un profesor dictaba para luego memorizarlo y volver a escribirlo en un papel el día del examen y dar así un paso más para tener un título. Entonces, decidí hacer caso a don José María y me marché al Cabezo. Así me fue. Pero no me engañaba: los que enseñan se llaman profesores y los que dictan tienen otro nombre.
Si Don José María me viera ahora consultando libros de historia para entender mejor los terribles años que sufrió España después de la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis pensaría “caramba, he triunfado”. Se equivocaría. Ya había triunfado antes.
Maestros y profesaurios. Publicada en Heraldo de Aragón el martes 14 de diciembre de 2010