Aborto otra vez

Usted está leyendo está columna con unos cuantos prejuicios. Uno de ellos es colocarle una etiqueta lo más pronto posible a su autor. Si usted está de acuerdo con lo que lea aquí, es muy probable que recomiende el artículo o que haga algún comentario positivo. Si, por el contrario, el contenido no le parece bien, su umbral de indignación estará muy por debajo de lo habitual y quizá pueda usted tomar alguna medida como el insulto, la carta al director o el mensaje en contra. Otro de los prejuicios que usted tiene es creer que los que no piensan como usted están equivocados. Además de eso, piensa que ningún grupo político con mayoría está legitimado para hacer cambios significativos en esta materia. De hecho, a usted le resulta increíble que pueda haber una mayoría de españoles que apoye a los que no piensan como usted. También está convencido de que nadie puede obligar a otra persona  a hacer determinadas cosas y que nadie tiene derecho a tomar ciertas decisiones por otro. Seguro que usted tiene una idea más o menos clara de qué es persona y qué es personalidad y también estoy seguro de que usted está convencido de que el problema que da título a esta columna es algo más que un asunto político para bien o para mal.  Llegados a este punto tengo que decirle que, esté en el bando que esté, si cumple lo que hemos dicho anteriormente,  usted se parece peligrosamente al bando contrario. Vayamos sacando conclusiones para terminar: el prejuicio es algo que va antes que el juicio. El ruido, las excomuniones y el panfletismo  no dejan hueco a la ciencia. Estamos encasquillados. Tenemos la obligación de profundizar en un asunto tan grave que no está resuelto y que no se resolverá ni con dogmatismo ni con frivolidades. Yo ya he empezado a estudiar. Etiquétenme si quieren.