Aquí dejo un artículo de Marian Rebolledo que apareció el pasado 1 de junio en Heraldo de Aragón en el que se habla del café en cápsulas. Es una causa que me gusta y por eso le he pedido permiso para reproducir su columna. Gracias.
Moraleja
Un día, media España enloqueció por una determinada manera de tomar café. Del humilde puchero pasamos, en tiempo récord, a la cafetera de diseño, la que con un toque de botón nos proporcionaba instantáneamente una infusión deliciosa. El artefacto, que comenzó a venderse como artículo de lujo, solo funcionaba con unas cápsulas de preciosos colores. Esas cápsulas, además, solo se vendían en tiendas de cuidadísimo diseño, en las que el personal, vestido de traje, te abría la puerta, te invitaba a un café y luego te despedía con una sonrisa. Se alegraban de verte, jolín. El acto de comprar café se convirtió, de pronto, en una experiencia de lujo y glamour. Un poco cara, pero bueno. Merecía la pena.
Y ahí estaba media España, convencida de que había subido en la escala social porque ahora compraba en tiendas puerta con puerta con Loewe. Hasta que un día, llegó el fin de la ilusión. Todos éramos ricos, todos teníamos cafetera de diseño, todos comprábamos en la única y preciosa tienda de la ciudad, y además… todos comprábamos a la misma hora. El personal seguía siendo encantador, y la tienda, igual de bonita, pero esas colas… Ya no podías ir a la salida del trabajo ni los sábados, porque todo el mundo tenía la misma idea. “Vaya, nos hemos vuelto a quedar sin cápsulas”, oí ayer. Total, que hoy, ya harta, me planteo si guardar la máquina de diseño y volver a la melita. Y además, me hago la siguiente reflexión: en la tienda de Loewe sigue sin haber colas. En la del café, no se puede ni entrar. O sea, que nos hemos metido en un sistema poco operativo, caro e incómodo de narices, para consumir algo que mi madre hacía estupendamente en un puchero, porque nos hacía sentir como vips. Moraleja: ¿No somos un poco tontos, y yo la primera, en este dichoso país?