Entré en Chanel a comprar pescado.
Salí de Chanel con un anzuelo, una caña de pescar dorada, una espátula para pescado de acero inoxidable y una silla plegable.
Entré en Chanel a comprar pescado.
Salí de Chanel con un anzuelo, una caña de pescar dorada, una espátula para pescado de acero inoxidable y una silla plegable.
Entré en H&M buscando la verdad.
Un tipo pijo me dijo que no sabía dónde estaba, que buscara en los probadores. Le hice caso. Una señorita me dijo que no la había visto en los colgadores de ropa probada. Decidí buscarla dentro de cada uno de los probadores.
Cuando acababa de abrir la tercera cabina, una alarma muy fuerte empezó a sonar y unas luces de emergencia naranjas se iluminaron. Por la megafonía se escuchó lo siguiente:
-La nave nodriza se autodestruirá en unos minutos. Diríjanse a las cápsulas de salvamento.
Mucha gente vino a los probadores. En cada uno cabíamos cuatro. Dos señoras y un jabalí entraron en la que yo ocupaba. Fuimos despedidos al espacio exterior.
Ahora, vagamos por el universo esperando que alguien nos rescate quizá dentro de un millón de años. Una de las señoras me preguntó qué hacía yo en los probadores. Le respondí que buscaba la verdad a lo que ella respondió:
-¿Y qué es la verdad?
Entonces pensé que esa frase ya la había oído en algún sitio.
Entré en Purificación García. De pronto, el elegante local se convirtió en un corral y la bellísima dependienta en una señora de pueblo con delantal. Me miró y gritó con un chillido estridente:
-¡Puri! ¡Que ya está aquí el capador!
Entré en Panishop tarareando una cancioncilla infantil.
-¿Qué desea?
-A usted, por ejemplo.
-¿Perdone?
-Quiero saladitos. Muchos saladitos. Quizá, todos los que tenga.
-De acuerdo.
-Los saladitos son el principio del fin. Son los culpables de la decadencia de Occidente.
-¿Por qué dice eso?
-Porque no saben a nada. Son masa rellena de no se sabe qué. Los saladitos son veneno. Son inercias y despedidas.
La chica no contestó más. Llenó las bandejas en silencio.
-Los saladitos saben a lágrima. Engordan. Son rutina, son «habrá que llevar algo». Además, tienen un nombre infame. ¿Se imagina usted que los pasteles se llamaran «dulcecitos»?
La dependienta se parapetó tras su visera. Pagué en monedas de diez céntimos.
Salí de Panishop pensando que la venganza se sirve en bandeja de cartón brillante.
Entré en Sephora pensando en la misión trascendental de la hache intercalada.
Tenía sed y comencé a beber el líquido que había dentro de los innumerables botes de colorines que llenan las estanterías.
Una señorita se acercó a mí y me dijo:
-¿Qué hace?
-Bebo.
-Pero eso no está permitido. Está usted bebiendo perfume.
-No. Me bebo los recuerdos que tendrán en el futuro algunas personas. Desengaños, nostalgias, sudores, pulverizados que intentan tapar el implacable olor del hospital.
Me invitaron a salir de Sephora. Eructé y de mí boca salió una nube multicolor que se elevó hasta el cielo.
Entré en Springfield a robar perchas. Un equipo de «Aragoneses en Springfield» me abordó.
-¿Qué echas de menos?
-El jamón.
-¿Piensas volver a tu tierra?
-No.
Al terminar mi intervención pregunté: «¿esto dónde lo ponen?» y la chica que me hacía las preguntas y el cámara que la acompañaba estallaron y se convirtieron en una nube de confetti.
Entré en VIPS. Me quemé a lo Bonzo.
Salí de VIPS con un vale para diez sesiones de limpieza facial y una tarjeta cliente.