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Hace unos años, mi amigo Enrique comenzó a mandarme unos mensajes que empezaban así: “luz en casa de Melero”. Este curioso título iba acompañado de divertidas reflexiones que le surgían en su vuelta a casa generalmente tras una noche de juerga. Mi amigo imaginaba donde vivía el bibliófilo José Luis Melero por algunas referencias extraídas de sus lecturas de autores aragoneses y siempre procuraba pasar por esa calle. Lo imaginaba leyendo y ordenando sus libros. Ha pasado el tiempo y, por fin, hemos ido a casa de Melero. No vivía donde mi amigo pensaba, pero era bastante cerca. Le hemos llevado unos dulces excelentes que elabora la madre de Enrique y que me han hecho quedar bien de rebote en más de una ocasión. La visita ha sido como un fogonazo para ambos. Hemos visto primeras ediciones de libros maravillosos, dedicatorias de maestros de la literatura, fotografías mágicas y curiosidades que solo un amante de los libros puede valorar. También hemos recordado que la lectura es un tesoro, que no conviene perder el tiempo con libros estúpidos y que no hay que dejarse avasallar por la tecnología porque trae consigo mucha morralla. A Melero le ha importado mucho menos nuestra pequeña literatura que nuestra bondad personal. Eso me ha hecho pensar. Nos ha dicho que, aunque los aragoneses seamos gente contenida y nos cueste mostrar el afecto, conviene tratar bien a los demás y sembrar el mundo de cariño. Según avanzaba la tarde, Melero me iba pareciendo un tipo cada vez más joven y más entrañable. Enrique Cebrián le ha dejado su nuevo libro “Estancia de investigación”, una pequeña joya recién editada en la que se cuenta esta visita mucho antes de suceder. Me he dado cuenta de que, en cierto modo, mi amigo tenía razón en sus mensajes: hay mucha luz en casa de Melero.

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