Por Octavio Gómez Milián
Boadella siempre tiene el colmillo afilado. Es un superviviente, un exiliado emocional constante, un bufón de códigos sencillos con una capacidad de introducirse en el estrecho zapato del más estúpido del mundo: el poder. Boadella es un elemento corrosivo, unas veces de penetración intensa como el clorhídrico y otras con el efecto lento y duradero de la sosa. En la Cena, su último montaje para Els Joglars, la mirilla se enfoca hacia los mesiánicos salvadores del medioambiente, políticos que frisan lo analfabeto —cuando no se emponzoñan directamente en el pantano de los lugares comunes y lo impostadamente correcto—, lacayos que revolotean dándole una interpretación entomológica —por lo ganglionar y ausente de inteligencia— al concepto del teléfono roto, intelectuales de baratillo, cadáveres emocionales, robots de lo cotidiano… la salvación de la Tierra sirve como excusa para recorrer el espectro visible de la pandereta, la incultura y el buenrollismo en formato reader digest. Las ministras preocupadas por el traje del emperador, progres de manual, de los que siguen exigiendo ser juzgados por sus pensamientos y no por sus actos, mantecosas vedettes mediáticas proclives al canibalismo —pasar del veganismo al sacrificio ritual no parece tan complicado en esta oscura era digital— y todo un catálogo de esteriotipos “ikeanos” en la era del pensamiento del “Todo a cien”. Els Joglars sólo quieren meter el dedo en el cuerpo llagado y decadente de una España que sigue resultando más esperpéntica que postmoderna. Y lo hace con elegancia y sencillez, con burla inteligente y dramaturgia de alta escuela, con un texto brillante y uno grupo de actores impecables. Sé de buena tinta que los altos estadios corruptos tiemblan cuando Boadella enciende la Olivetti. Me gusta escuchar el castañetear de sus dientes durante las noches de la rabia. Quizá el próximo día os saque a bailar.