Todos los días, alguien cambia el mundo. Salir a la calle a manifestarse o acampar para protestar no está mal. Por lo menos, supone coger parte de las riendas de la propia vida y dar un paso adelante. Sin embargo, ese es solo el primer paso. Hay algo más difícil: la constancia. Hay grupos de personas que se quejan en silencio con trabajo y dedicación, que se organizan para cambiar lo que no les gusta del mundo. Los ejemplos son afortunadamente múltiples: La Asociación Española Contra el Cáncer lleva años “acampada” porque considera insuficiente lo que hace el Estado, la asociación Um Draiga nos da año tras año un maravilloso ejemplo de dedicación y generosidad al promover la acogida de niños del Sahara durante el verano, el Centro de estudio y trabajo Algaba ofrece un trabajo y una residencia para chicas que así pueden pagarse los estudios y la casa cuna Ainkaren acoge a madres embarazadas en situación de abandono o desesperación
Los medios de comunicación que atacan a los acampados se equivocan y hacen el ridículo en su papel de banqueros cincuentones satisfechos después de una comilona. También se equivocan los que magnifican el fenómeno de las “redes sociales” y creen estar ante una revolución. Echo de menos a un político con valor para meterse a dialogar en una de esas asambleas dispuesto a recibir unos cuantos palos. Echo de menos a algún político diciendo “tenemos que hacer una reflexión y mejorar”.
Para unos y para otros sirve recordar que la verdadera revolución es la que se produce en el interior de cada uno, que la felicidad se encuentra al buscar el bien de los demás, que necesitamos menos de lo que pensamos, que para vivir en paz hay que esforzarse de verdad por entender al otro, que el mundo se empieza a cambiar por uno mismo y que la revolución más grande es la del amor.
Publicada en Heraldo de Aragón el 31 de mayo de 2011